Nacer en una realidad conflictiva
RAFAEL
LUCIANI 17 de diciembre de 2016
En esta época no son pocos los que llevan una vida
sobrecargada de insatisfacción, amargura y avaricia. No nos damos cuenta de
cuánto nos hemos deshumanizado. La Navidad parece haber perdido su sentido
festivo. Sin embargo, el verdadero nacimiento de Jesús acontece en medio de
condiciones de deterioro sociopolítico, económico y religioso, similares a las
nuestras. Por ello, entender el sentido de los relatos de la Natividad es
motivo para recobrar la esperanza en medio de la tragedia actual que vivimos.
Jesús nace entre el año 6 y 4 a.C., entre marzo y abril,
justo antes de la muerte de Herodes El Grande. El emperador era Augusto,
sucedido luego por Tiberio. El prefecto en el año 15 d.C. era Valerio Grato,
quien nombra a Caifás como sumo sacerdote en el año 18 d.C. Caifás hará una
alianza con Pilato, el nuevo prefecto a partir del año 26 d.C. Luego de la
muerte de Herodes, en el 4 a.C., la región entró en un proceso de inestabilidad
sociopolítica y empobrecimiento económico, agravado por una crisis religiosa.
Se cuestionaba la presencia romana que deificaba al César oprimiendo a los que
se le oponían. El mismo Juan el Bautista describirá la situación de corrupción,
extorsión y falsa religiosidad (Lc 3,10-15).
Para la cultura mediterránea, la paz era lo que César
Augusto había logrado: él había
unificado al Imperio trayendo «la paz al mundo», pero lográndola por medio de
la violencia, la dominación de los pueblos, el saqueo de los bienes y la
esclavitud. Era una paz que favorecía
la abundancia de pocos y la escasez de bienes para
muchos, haciendo uso de la moneda romana para generar mecanis- mos
cambiarios que producían inmensos beneficios económicos a las elites.
Todo bajo una estricta censura política respecto de cualquier disidencia.
Las comunidades de Mateo y Lucas discernían esta realidad
tratando de entender la «Buena noticia»
que Jesús les había comunicado. Estaban
convencidos que sí era posible construir un mundo más humano (Mt 5,9-10). Sin
embargo, luego del año 70 d.C., tras la destrucción de Jerusalén, la
desesperanza parecía ganar terrenos. Se hablaba de una paz que aún no llegaba.
Seguían surgiendo nuevos movimientos violentos y la vida cotidiana se hacía cada
vez más dura de sobrellevar.
En ese contexto, las comunidades judeocristianas renuevan
su fe en Jesús como el único Mesías no violento ni
revolucionario político, y se distancian
de toda ideologización política y deificación de personas. Asumen la tarea de redactar los relatos
de la Natividad para recordarnos que Jesús no ofreció nunca la paz del
«pan y circo», sino una que nos hace libres y fraterniza, pero solo si cada uno
lo quiere y asume sin temor (2 Tim 1,7) para hacerla realidad. Esto implica denunciar
y rechazar todo aquello que deteriora nuestro bienestar humano y nos convierte
en objetos y súbditos, antes que en sujetos libres.
Jesús había vivido situaciones similares. Había nacido en
la pobreza, carente de símbolos de poder o estatus, y en medio de tantas
penurias materiales. La gloria que se
anunció esa noche fue la de un Dios que tomaba posición en esta historia, y no
era a favor de los poderosos.
Este símbolo poderoso, el de la fragilidad de
un niño, contrastará con el poder de César Augusto, a quien se le llamaba «el
salvador del mundo». El niño mostrará
que la paz sólo se logra entre personas de «buena voluntad», los capaces de
alejarse de las ideologías que sacralizan a la política y sacrifican a los
seres humanos con hambre y penurias. ¿Creemos
nosotros en la paz que controla y ofrece dádivas? ¿la del pan y circo? ¿o en aquella por la que
Jesús vive y muere?
Doctor en Teología rlteologiahoy@gmail.com @rafluciani